La declaración de Estocolmo de 1972 marcó una línea de pensamiento a la que todo derecho del medio ambiente responde y se cristaliza en por lo menos dos ideas fundamentales. La primera, que la humanidad es la especie más importante del planeta: “de todas las cosas del mundo, los seres humanos son lo más valioso. Ellos son quienes promueven el progreso social, crean riqueza social, desarrollan la ciencia y la tecnología y, con su duro trabajo, transforman continuamente el medio humano” (Proclama 5), lo que permite entender por qué el derecho ambiental tiene muy poco que ver con la protección de la naturaleza.
La segunda, que sólo alcanzaremos nuestro bienestar a través del desarrollo, aunque la degradación ambiental sea intrínseca a él, pues mientras “en los países en desarrollo, la mayoría de los problemas ambientales están motivados por el subdesarrollo (…) en los países industrializados, los problemas ambientales están generalmente relacionados con la industrialización y el desarrollo tecnológico” (Proclama 4).
Pero el concepto de desarrollo ubica a la naturaleza dentro del ejercicio del derecho inalienable de los pueblos “a la plena soberanía sobre todas sus riquezas y recursos naturales” (D. Desarrollo, 1986: art. 1) fraccionando la dimensión sistémica o ecológica de la naturaleza conforme los retazos del mapa político planetario y consecuentemente otorgando a los Estados un derecho de propiedad sobre ella, con sus facultades inherentes de disfrute, uso, pero también de abuso.